En un reciente vuelo de regreso a Barcelona, repleto de ejecutivos y turistas ansiosos por llegar a casa o a su destino de fin de semana, las azafatas parece esperar a alguien que debe completar el pasaje. Tras la educada pugna de todos por conseguir un espacio donde colocar nuestro equipaje de mano y las miradas determinadas o ausentes de cada pasajero buscando su cubículo, un pasajero especial se abre paso con andares rotundos y mirada cansina. El hombre en cuestión, viste de negro y vale por dos (dado que fácilmente supera los 150 kg.) y provoca las furtivas y casi reprobadoras miradas de todos a su paso. Algunos elucubran si quedará encallado en algún punto del pasillo o mejor aún, intentan localizar a su acompañante de asiento, un enclenque y sobrado ejecutivo que ahora mismo posa inocentemente su codo en el reposabrazos con aires de propiedad y sin temor a ser sepultado en vida.
Tras la aparatosa operación de empotrado, ejecutada con soltura por nuestro hombretón, me viene a la mente cuánto nos condiciona nuestro aspecto cuando salimos de lo que la mayoría considera «normal».
A pesar de que en nuestro mundo occidental (y especialmente en las grandes ciudades) la diversidad humana y estética se ha enriquecido enormemente en las últimas décadas, las personas seguimos teniendo una actitud curiosa, temorosa o intolerante cuando no despectiva hacia aquellos que más se alejan de nosotros, ya se física o mentalmente.
Desgraciadamente (para los menos agraciados), la vista suele ser el primer sentido que nos da información de los demás y por tanto, el primero que nos impulsa a etiquetarnos en nuestro afán por separar a buenos de malos, a locales de foráneos, a los nuestros de los ajenos…
Para mayor honra de la raza humana, todavía existen muchas personas que tienen el privilegio y la sana actitud de tratar con personas de todo tipo y condición, descubriendo todo lo bueno que se esconde detrás de cada fachada. Tras de unos kilos de más, un cierto tono de piel, unas ropas estridentes o unos símbolos que no comprendemos, descubirmos personas tan fascinantes o más que todos los ejecutivos que con sus trajes grises y monótonas corbatas miran a algunos por encima del hombro, sólo por alejarse mucho de sus estándares estéticos.
Quién sabe si nuestro orondo compañero de viaje, acostumbrado a ser centro de atención, disfruta su dulce venganza alentando las miradas de sus azorados compañeros de vuelo que temen, no ya que ultraocupen su asiento contiguo, sino que imposibilite toda posibilidad de escapatoria ante una emergencia durante el vuelo. En este caso, y como suele pasar con personas de esta dimensión, su humanidad y vitalidad estaban a la altura. Y si no, que se lo pregunten a su afortunado acompañante, que salió del avión riendo animadamente junto al que parecía un nuevo amigo (y espero que no fuera por temor a ser devorado !)
Joan Clotet